Debe de haber tantas razones como personas que se adentran en las artes escénicas. Algunos buscan experimentar sensaciones nuevas y retos, otros pueden buscar un espacio de autoconocimiento, algunos otros quizá busquen cobijo en otros personajes y otros explorar sus habilidades expresivas.
Hay infinidad de razones para hacer teatro. Y es que las herramientas que se ponen en juego cada vez que nos adentramos en esta disciplina son extensas, profundas y muy valiosas.
Para hacer teatro una tiene que aprender a escuchar y a observar, parece fácil, pero una tiene que tener todos sus sentidos puestos en ello si de verdad quiere estar en el momento presente y poder aportar en la historia que se está contando. Cuando escuchamos lo que pasa a nuestro alrededor y logramos salir de nosotras mismas, de nuestro ego y de la vanidad de “querer ser originales” nos adentramos entonces en el juego verdadero que nace de rendirse a lo que está sucediendo y tener el compromiso y la valentía para crecer con ello.
Se hace teatro también para contar historias, para vivir historias desde nuevos puntos de vista, para curiosear dentro de otras perspectivas retando a nuestro juicio interno y llamando a gritos a nuestra parte creativa que se atreve a sentir y expresar. Contar historias nos facilita liberar nuestros propios retazos de historia, algunas sin contar antes y eso nos acerca a nosotros mismos, aún cuando estemos interpretando un personaje complementario a nuestra personalidad.
Se hace teatro para compartir con otras y otros, desde el contacto físico, el contacto íntegro que se hace a partir de dos miradas que se cruzan y permanecen dejándose sentir. Se hace teatro compartiendo la vulnerabilidad y entendiendo que la sensibilidad es fortaleza, es capacidad de integrar lo que ocurre y transformarlo juntos en algo que ayude al que lo vea a sentir, a preguntarse, a recordar.
Se hace teatro para conectar con emociones, con sensaciones corporales, con la mente desde un espacio más saludable y creativo entendiendo que el juicio interno nos encarcela y nos hace un poquito más paranoicos, un poquito más cobardes. Se hace teatro para soltar esas cadenas, para darme permiso a reirme de mi mismo, de mis ocurrencias, de mis resistencias, de mis maneras de querer escapar del sentir. Se hace teatro para entender que todo lo que hay dentro nuestro, luces y sombras son nuestro material moldeable convertible en las herramientas mas diversas y resilientes.
Se hace teatro para entender la relación que tenemos con nuestro cuerpo. Para observar si le estamos pidiendo y exigiendo constantemente y cuando éste pide expresarse en libertad a veces sólo le dejamos un pequeño porcentaje de acción. Se hace teatro para hacernos conscientes de esa represión corporal y para cambiarla por la curiosidad verdadera de experimentar cuáles son los límites reales que tengo hoy y hacia dónde quiero caminar.
Se hace teatro para combatir la vergüenza que da exponerse al otro, estar en el foco y decir. Sí, escuchar nuestra voz que suene de manera contundente y clara no es ninguna tontería, sobre todo en este mundo en donde se recompensa más el silencio y la sumisión que la claridad, espontaneidad y verdades expresadas de manera verbal.
Se hace teatro para saber cómo me siento en referencia a mi mismo, para poder entrenar, gracias a todos los personajes que se encuentran ansiosos de cobrar movimiento, otras formas de utilizar mi cuerpo, mi mirada, mi tensión corporal, mis tonos de voz.
Se hace teatro para aprender, para disfrutar, para compartir, para escuchar, para decir, para señalar, para denunciar, y también para amar.